A pesar de que, para el ser humano, la educación tiene un papel tan relevante como instrumento transformador —tanto de los individuos en particular como de la sociedad en su conjunto— no se le da una verdadera figuración en el escenario de lo colectivo, y, con frecuencia, en los gobiernos se habla de la educación como algo subsidiario frente a otras cuestiones más importantes, como las relativas a los asuntos exteriores o de naturaleza económica.
Pero
la educación constituye una de las cuestiones más importantes y urgentes para
la construcción de seres humanos; de unas personas que creen una sociedad más
civilizada y justa. Porque la educación es algo que permea todo el conjunto de
la vida: constantemente nos educamos unos a otros, de modo que no es algo que
pueda darse simplemente en términos de relación entre padres e hijos; ni
tampoco una tarea exclusivamente concerniente a los ministros o las escuelas,
sino que se trata de un problema de la sociedad.
Pero
si bien la educación no es tarea que provenga de un solo foco, es indiscutible
el relevante papel del profesor en ella. Y el mejor maestro no es aquel que
transfiere una serie de conocimientos o aquel
que explica y hace la labor de interpretación por nosotros, sino quien nos
muestra el modo en que seamos capaces de emanciparnos, y que, en último término,
aprendamos a prescindir de él. Y es que, como sostiene el filósofo Fernando
Savater, “el buen profesor es el que nunca se hace imprescindible”.
Un
buen profesor tampoco entenderá la educación como la mera transmisión de
conocimientos. Y no porque también deba ocuparse de la integración de valores
morales como la solidaridad, la compasión, la simpatía, etc., sino porque, en
esta formación integral del individuo en todas sus facetas (física, intelectual
y moral), también es
necesaria una formación orientada a que los alumnos saquen la mejor versión de
sí mismos y que, con ello, puedan ser felices como futuros adultos. Los seres
humanos no nacemos conociendo los medios para lograr ser felices. Conocemos las
cosas que nos provocan placer, pero ello no constituye la verdadera felicidad,
o, al menos, no una sostenible en el tiempo y para una vida sana y llena. La
felicidad, la de verdad, es una consecuencia que llega después de encontrar un
sentido o proyecto de vida. Y cada persona tendrá uno distinto. Por ello, un buen docente debe trabajar con la diversidad. Cada individuo tiene una manera especial de
pensar, de sentir y de actuar, una pluralidad que está ligada a diferentes
capacidades, intereses, ritmos de maduración distintos, etc. y que abarca un
amplio abanico de situaciones en cuyos extremos siempre se ha situado a las
personas que se alejan de lo frecuente. Pero una educación que tuviera en
cuenta la diversidad como algo natural a los grupos humanos, es la que debería
imponerse, y no solo para atender a colectivos diagnosticados por ciertas
peculiaridades. La diversidad es la norma y no la excepción.
Por
todo ello, la relación entre el maestro y los alumnos no debería ser una
relación de inteligencia a inteligencia; es decir, de una inteligencia
superior, explicadora, a una inferior,
donde el maestro es el poseedor del conocimiento y quien, por tanto, se
encuentra en una situación de poder, y el alumno, en virtud de esta repartición de roles, el incapaz que ha de recibir dicho
conocimiento. La educación
debe ser de voluntad a voluntad, sin que haya una situación de desigualdad en
la que el profesor imponga su propio proyecto de vida.
Y como
última reflexión, sería pertinente señalar que no debe
olvidarse que lo importante de la educación estriba en que son otros humanos,
esto es, los semejantes, los que nos enseñan. Lo más importante es la relación
humana, es decir, la idea de que la humanidad es transmitida con el contacto. Y
esto es algo que se está olvidando ante un panorama de cambios tecnológicos que
ahora se están implementando en la educación. Pero los medios técnicos no son
otra cosa más que instrumentos, que realmente no otorgan el significado de las
cosas.
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